Esta noche
sin cuerdas de guitarra
he de
intentar en poesía
cantar de
mi pecho a la tinta,
y de la
tinta a la vehemente hoja,
unas
cuantas tristes estrofas.
No sé si
hoy ha sido un día vano,
que ha
logrado aturdirme
con mis
intentos de evadir
las consecuencias
postreras,
de un adiós
incierto.
He
desafiado la Gracia
con mi estupidez,
con mi
ahínco de retroceder
en los
sinsabores de millares de sobras
de mi
pasado.
Es quizá
éste desazón en mi alma
una pequeña
porción del fracaso
que se
repite en la necedad
de mi
pequeña naturaleza.
¿En que
prisión me encuentro?
¿El de la
habitación de la paciencia
o en el
patíbulo de mi desesperanza?
Sólo sé que
estoy prisionero.
He dejado
mi alma en remojo
para que un
poco de lágrimas
limpie las
pequeñas manchas.
Intento ver
el horizonte
escalando
las sombras,
intento
sentir el aroma cálido
de un
porvenir distinto a lo vivido
hasta
ahora.
Estoy
cansado del fracaso
de que mi
hombría valga
lo que
llevo en mis bolsillos,
que mi
escasez sea el murmullo
de los
“exitosos”.
Estoy
cansado de esperar del fruto
que he
sembrado y que nunca cosecho,
que otros
coman y beban hasta saciarse
de lo que
con empeño he trabajado.
Estoy
cansado de luchar conmigo mismo
queriendo
encontrar la puerta,
que entre
cientos que he abierto,
no encuentro.
Estoy sin
saber si realmente estoy,
o solo soy
una sombra más
que ocupó
un día en el almanaque al nacer.
Estoy
rendido,
atrincherado
y sin municiones,
hundido en
el cieno,
esperando
la impiedad del enemigo
que se
acerca para matarme.
Pienso que
algunos hemos nacido
para luchar
y luchar,
sin más
galardón que la esperanza.
Caminar,
correr, arrastrase;
vivir bajo
el peso de una invisible cruz
que a veces
no elegimos,
pero que se
nos fue impuesta,
como un
cuño al nacer.
No me
revelo contra el cielo,
me revelo
contra mí
porque a
veces tapo mis oídos
a los
concejos de Dios.
Soy mi
propio tropiezo,
mi propio
obstáculo
que ve los
límites de su ser
y no los
imposibles
que
convierte en posibles,
Dios.
Yo amé
ciegamente sin saber amar,
donde creía
que sólo con entregarme
bastaría y
sería suficiente paga
para
merecer amor.
Era ingenuo
e insolente,
que no
quiso oír concejos
y me lancé
de lleno,
como un
rayo a la tierra
dando el
“sí acepto”.
En las
tormentas maritales
siempre
creí que lo perdonado
era
arrojado a los pies de la cruz
para crecer
sin escombros
que
entorpecieran el matrimonio.
Pero para
mí,
lo que
creía se quedaba en el madero;
ella lo
guardaba en las heridas de su orgullo
como quien
guarda cosas sin valor alguno,
como
tesoros que en realidad son estorbos.
Un día con
sigilo y venganza
comenzó una
vida en secreto
donde cada
acto justificó,
cauterizando
así la conciencia;
mientras yo
caminaba ciego,
mirando
siempre el mañana.
Aparecieron
cizañas en su persona
que herían
sin tregua, sin escrúpulos;
comenzó a
culparme de insignificancias;
comencé a
creer que era un pésimo esposo.
Las noches
cálidas
se
volvieron inviernos en nuestra cama
comencé a
ser un ladrón
que buscaba
robarle intimidad mientras dormía;
porque
entre el desprecio que yo no entendía,
y mi fidelidad marital
hice de su
letargo, mi amante.
Una noche
mi hurto fue develado;
y si antes
no encontraba la razón
que
justificara su desprecio,
ahora se
basaría en mi delito
para
aborrecerme con justa causa.
Me arrojó
un día al olvido
de sus prioridades
me arrancó
de su vida
como quien
desecha ropa vieja
sólo nos
quedó el compromiso
de nuestro
niño pequeño y hermoso.
Ya sin
máscaras
y con la
idealización hecha añicos en mi corazón;
pude ver la
verdadera naturaleza
de una mujer
que camina enceguecida
porque su
vanidad no la deja ver más allá
de sus
apreciaciones.
Intentamos
reconstruir algo de lo que llamamos amor,
pero el
amor como tal,
sólo era
una mentira,
un
espejismo que acomodó todo
para que
encajara en dos vidas
totalmente
opuestas.
Me aparté
de su presencia casi huyendo;
se enamoró
de nuevo de otro hombre,
y vino a mi
vida, la soledad que ansiaba,
creyendo en
ella hallaría la paz
que nunca alcanzaba.
La madre de
mi hijo se convirtió
en una
persona con un odio
indescriptible
hacia mi persona.
Al cabo de
un año de separados,
habiendo
enterrado yo todo sentimiento,
apareció
casi como un milagro,
como una
promesa que revindicaría
mi fracaso
al amor, una muchacha,
que sin
conocerme
me admiraba
y quería tener un encuentro
cara a
cara.
Era mi
Reina Rosa, me enamoré nuevamente,
pero esta
vez procuraría amar con ojos abiertos.
Ella era
tierna, distraída como una niña,
pero
cariñosa al punto
que podía
desvelarme acariciando su cabello
y ella solo
se disponía a receptar todo el amor
que en mí
despertaba para envolverla.
Sólo había
algo oscuro entre nosotros
y era su ex
novio, aún presente.
El primer
año fue mendigar amor
porque ella
acordaba conmigo
que
teníamos una relación abierta
sin
compromisos;
yo aceptaba
porque no quería perderla.
Pero Dios
intervino nuevamente
y comenzó a
llamarme;
y la vida
desordenada que vivía
quería
ordenarla,
como se
ordenan los libros por tomos
en una
biblioteca.
Manifesté
que yo buscaba una relación verdadera,
y nos
dijimos adiós.
Pero al
poco tiempo ella volvió
prometiendo
un compromiso sincero;
con
desconfianza le creí,
permanecimos
juntos
aunque no
siempre estaba cómodo,
algo me
inquietaba de su comportamiento,
y su ex
novio siempre acechaba.
Dios me
llamó más intensamente
y corrí
tras él y él me decía
“deja todo
atrás y sígueme”
entonces
Reina Rosa comenzó a quedarse atrás.
Ella me
llamaba, me buscaba por todos los caminos
que creería
podría encontrarme,
y no podía
dar conmigo.
Cuando yo
me retraía del llamado de Dios
entonces
nos volvíamos a encontrar.
Pero Dios
atravesó mi corazón,
con una
saeta cargada de verdad
y verdadero
amor
y no pude
más que caer rendido a su Santidad.
Comencé a
orar por Reina Rosa,
no quería
perderla,
me
desvelaba orando,
quería
darle el amor más puro;
que de Dios
yo estaba recibiendo;
y eso era,
el que tuviese ella
un
encuentro con Jesús.
No me creyó
cuando tuve que decirle
que Dios me
decía que debía dejarla,
humanamente
creyó
que había
en mi vida otra persona.
Estuvimos
solos,
el uno sin
el otro por breve tiempo,
pero
volvimos;
siempre
atraídos, como el poder de la primavera
que atrae
las aves de otro continente para emigrar a ella.
Reina Rosa
comenzó a conocer de Dios,
ello me
llenaba de alegría;
pero aún
Dios me pedía dejarla.
Por un
tiempo callé la voz que me aconsejaba;
entonces
comencé a construir una ilusión de futuro
junto con
ella, pero la misericordia de Dios
fue mayor a
mi capricho y me gritó con su palabra.
Fue dura la
decisión de soltarla;
la lastimé
por haberla ilusionado,
la herí sin
querer herirla,
porque yo
la amaba...aún la amo
pero Dios
era claro.
Aún
recuerdo sus ojos llorosos
su ira y su
amor mezclados,
así y todo,
fue cariñosa
y se durmió
en mi agitado pecho.
Reina Rosa
tenía ciertas cosas
llamadas
espinas; pero no eran tantas,
eran
pequeños defectos,
propio de
toda arrogante y orgullosa flor
por su
personalidad.
De ella
tengo el bello recuerdo
de su
admiración por mí,
sus ojos me
miraban como nadie lo ha hecho;
ella era mi
verdadera mujer,
estaba
atenta a mí,
no le importaba
mi pobreza,
no le
importaba mi condición,
ella estaba
presente, ella era mi futuro;
mi tierno
lecho, mi inspiración.
Ella rea
desordenada en algunas cosas
pero
decidida en otras,
ella cuando
se comportaba como niña,
despertaba
en mí una paternidad
que buscaba
consolarla,
y en ello
veía a nuestra futura hija,
que
llamaríamos Kaira.
Pero todo
se ha ido…
Dios me
pidió la soltara
y Él es
amor;
Él sabe que
es lo correcto.
A veces
tiemblo al pensar
que de un
momento a otro,
aparezca
enamorada,
de la mano
de un hombre,
que no sea
yo…
Pero
después de todo
sabremos
que hemos hecho lo correcto;
porque esa
es la voluntad de Dios.
La extraño
para ser sincero;
extraño sus
locuras,
sus frases
sueltas sin sentido,
sus pensamientos
en voz alta
sin haberlo
querido decir;
su actitud
profesional
cuando
encara sus proyectos.
¡La extraño
Dios míos!
¡Me duele
su ausencia,
es como
herida abierta que no termina de cerrar!
Yo no he
soltado a Reina Rosa por desamor;
he soltado
a Reina Rosa… por Amor.
Diego Emilio
Corzo. (madrugada 20/06/2013)
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